Querencio representa el cuestionamiento de la vida y del entorno. Se hace la pregunta radical: ¿Merece seguir viviendo? Es decir, ¿la vida tiene valor?
Sin embargo, su padre ya está acomodado y se conforma con la sociedad y su vida tal y como está.
Cuando se confrontan estas dos actitudes existenciales, surge una inevitable incomprensión mutuo.
El padre de Querencio pretende «resolver» el problema más radical de la existencia animando a su hijo a que vaya a divertirse, a bailar, a beber y desfasar un poco. Una actitud muy superficial, ¿no?, que no solucionada sino esquiva apenas. Al pobre Querencio se le ha muerto su mejor amigo y no sabe qué esperar de la vida, ¿y su progenitor le manda a emborracharse?
¿Con quién nos identificamos? ¿con Querencio o con el padre? Creo que espontáneamente dirigimos nuestra simpatía hacia Querencio, como si fuera el héroe de la película. Teóricamente, no posicionamos junto al que se cuestiona su ambiente, la creencias preestablecidas, al que se rebela contra una sociedad acartonada y que no da razón de sí. ¿Por qué debe vivir esta vida? Y quien tiene la obligación de responder, porque le ha traído a la existencia, le espeta: «Vete de fiesta». O sea, renuncia a la pregunta, no indagues la respuesta, pasa del asunto.
Sí, teóricamente, nos parece más honrosa y adecuada la postura de Querencio. Pero, si miramos un poco a nuestra sociedad, está llena de padres de Querencio, conformes con lo que nos ofrecen los mass media y las redes sociales para ser tragado sin cuestionamiento y, si pica la conciencia y surge alguna angustia existencial, para eso está el remedio de lal fiesta, del móvil que capta toda mi atención, drogas, alcohol o el simple autoengaño.
Nos gustaría decir que somos Querencio, pero no le llegamos a la suela del zapato de su padre.